Como lo venimos experimentando durante la pandemia del Covid-19, la cuarentena ha disminuido la propagación del virus y ha contribuido a proteger nuestra salud. En este contexto y ante el devenir, casi siempre enigmático, podemos vivir algo parecido a una experiencia encierro.
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La protagonista de “Laberinto”, el film de Jim Henson estrenado en 1986, es Sarah, interpretada por una muy joven Jennifer Connelly. Harta de estar encomendada por sus padres que salen por la noche a la tarea de cuidar a su hermanito, Sarah actúa con una intención que brilla a través de sus ojos y podemos dotar de cierta independencia para pensarla como un vector universal. Se trata de una potencia que durante el encierro palpita con distintas intensidades y por momentos desborda. Este deseo que en “Laberinto”, en un principio, se presenta como propio de una adolescente, luego se espeja en el capricho absurdo de su antagonista, Jareth, el rey Goblin, en la piel de un siempre ambiguo David Bowie. Se trata de una retroalimentación sobre la base de un choque de intenciones que escala y justamente ese asenso se da en forma de laberinto.
Sarah se libera cuando decide desentenderse de su hermano que no para de llorar. En un lapso brevísimo, desde que dice las palabras mágicas y sale del cuarto donde se encuentra el bebe, su tensión se distiende. Ha manifestado su deseo. Pero cuando deja de oír el llanto la envuelve el aura de la prohibición. Ha excedido un límite y la invade la culpa. Sin embargo, Sarah intenta un viraje urgente a partir de la colisión de sus más profundas intenciones. La aparición de Jareth es inminente y en su figura conviven las ambivalencias de la desmesura y la excentricidad. La única manera de recuperar a su hermano será encarnar su transgresión al límite: cruzar el laberinto hasta el castillo del tirano. Esto constituirá para Sarah una verdadera experiencia interior.
La transgresión y la excentricidad motorizan una trama a partir del llamado de la heroína en esta película de culto. Jareth, desde un lugar de voyeurismo que roza lo obsceno, obliga a Sarah a exhibir nada menos que su inteligencia para cruzar la masa que se le vuelve desafiante y a su vez inspiradora. A cada nueva instancia de provocación a la que somete a Sarah, hace gala de su excentricidad, porque lo que quiere es mantenerla en esa tensión laberíntica en la que cuando se cree estar alcanzando el límite en realidad se está cerca del centro. La escena Magic Dance resulta clave para ver que Jareth solo quiere jugar en un movimiento de vaivén entre el mirar y el ser visto, tanto por los goblins, esas graciosas criaturas llenas de pliegues, como por Sarah, quien en cada instancia sintetiza valentía y audacia. En medio de todo esto, ¿qué onda ese bebé que hace de una marioneta más, bendecido por bailar en brazos de David Bowie? Esa sí que no es una experiencia cualquiera.
En más de un aspecto similar a la realidad que estamos atravesando, el laberinto acontece como figura y como estructura y nos presenta un destino irresuelto pero que a la vez requiere de una clave de orden para figurar la salida. Una vez más la ambivalencia y la tensión, que si bien se encuentran en la idea y la materialidad del encierro, yacen más allá de cualquier muro porque son parte de la experiencia de la vida, de la cultura y de este mundo.


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