“Rápido y Furioso 8” rompe récords; ¿y el cine nacional?


La octava entrega de esta saga se posicionó como el estreno más taquillero de la historia, superando, por ejemplo, a la última película de Star Wars, “The Force Awakens”, estrenada el año pasado. Esto quiere decir que es la más rápida (y furiosa) en recaudar una gran suma de dinero, estimada en más de 530 millones de dólares alrededor del globo. Nuestro país no se encuentra afuera de esta ecuación ya que el día del estreno, jueves feriado, la cinta vendió, según datos de Ultracine, casi 250 mil entradas en las 528 salas en las que se proyectó, lo cual supone que acaparó el 65 % del público que fue al cine en todo el país. Siguiendo con esa lógica, hasta ayer – lunes- la cinta acumulaba 974.890 espectadores, por lo que podemos suponer que la barrera del millón de espectadores se estará rompiendo hoy mismo.

Con la contundencia de este resultado, sumado al momento delicado que vive el cine argentino con varios de sus cabecillas removidos de sus jerárquicos puestos en medio de operetas mediáticas, declaraciones pocos felices y confusiones tan graves como suspicaces de ciertos comunicadores de la televisión (nos ahorraremos el calificativo de periodistas aquí), se alza un panorama un poco confuso para los que hacemos Sin Subtítulos. Vamos a decir, de movida, que esta especie de columna no intenta dar respuestas concretas sobre los tipos de consumo audiovisual que se llevan a cabo en nuestro país, y menos a nivel internacional. Sin embargo sí intenta plantear algunas preguntas por las que cada uno llegará, luego de meditarlo mínimamente, a alguna conclusión.

Rápido y Furioso lleva más de diez años comandando las taquillas mundiales. Esto no es algo que descubrimos ahora y no queremos caerle desde aquí, porque de hecho hemos bancado varias veces la producción. Y no solo de esta saga en particular: la ponemos como ejemplo de película taquillera, de eso que la gente quiere ver cuándo va al cine. ¿Qué quiere ver? Por lo visto, autos, explosiones, peleas y cuerpos estilizados y trabajados, tanto de hombres como de mujeres (es claro que el boleto de entrada para los protagonistas de esta saga pasa por una cuestión de cánones de belleza, formas curvas y masa muscular tonificada). Además, es la octava entrega de un universo que, para ser sinceros, no viene con ninguna novedad en su propuesta; quizás alguna nueva cara bonita o bíceps marcado, pero la verdad es que no mucho más.  O sea que preferimos ir al cine (y gastar la plata consecuente, más allá de algún dos por uno amigo, sumado a una hamburguesa o pizza previa) a ver este cocktail de velocidad y belleza en mismas cantidades que va haciendo cada vez más ancho un surco en vez de abrir nuevos, cosificando cual mercancías a sus intérpretes. Bueno. Interroguémonos un cachito que no hace mal y es gratis:

¿Podemos decir que uno va al cine a evadir la realidad en la que vive? No estamos planteando una cuestión presente nomás, que tenga que ver con un gobierno neoliberal o las inversiones que nunca llegan cuando decimos realidad; es algo más anacrónico que eso.

O, por otro lado, ¿vamos al cine a tratar de entender el mundo tal cual es? Algo que quizás quedó un poco vetusto, de allá a comienzos del siglo pasado, y se fue desgastando desde los hermanos Lumière hasta hoy. Pero es algo que creemos, y a lo que apostamos aún como posible para algunas cabezas.

O también, puede ser, ¿vamos al cine a tratar de entender un poco más quién es uno y por qué siente o le pasan ciertas cosas a partir de conmovernos con alguna historia, alguna escena o algún personaje? Esto claramente pasó, pasa y seguirá pasando, porque es justamente eso lo que mantiene a la humanidad en las obras de arte.

Puede que la opción sea “ninguna de las anteriores” y también está bien; quizás nadie que lea esté de acuerdo con las interrogantes. Ya dijimos que aquí no pretendemos respuestas correctas ni verdades reveladas.

Leamos, quizás, en un sentido menos profundo espiritualmente, el éxito de estas películas en nuestro país. Toda la comunidad que circunda la producción audiovisual, de ambos lados de la grieta, puso el grito en el cielo a raíz del ataque que está sufriendo el Instituto del Cine y, por ende, toda la industria. A partir de allí, mediante distintas medidas como asambleas abiertas, debates y, sobre todo, desmentidas y refutaciones desde las redes sociales, todos los que estamos jugando el partido de convertir al cine nacional en una cosa seria, diversa, representativa y de calidad (y que quizás nos conformemos con que no empeore) nos embanderamos con la causa de este arte que, como todo, es también político. Y como el paradigma de la política es, últimamente, “cuánta guita se robaron” y “cuánta corrupción hay en tal o cual organismo estatal”, la cosa se vuelve un garabato de acusaciones, fanatismos y prejuicios y hay que salir a aclarar que la “plata de los jubilados” no se usa para hacer películas que “solo van a ver 40 personas”.

Más allá del lado en que se ponga cada uno y cuán rápido quiera resolver de qué lado ponerse para tener una cosa menos en qué pensar, preguntemos: ¿es una respuesta irrebatible que en la semana en que se visibiliza un enorme conflicto del cine nacional una película de Hollywood, que nada nuevo viene a proponer, rompa récords y tenga la posibilidad de estrenar en más de 500 salas?

Puede que sea apresurado, que sea casualidad, que esto pase desde hace cinco películas de este universo curvilíneo y no sea novedad, pero sin duda a muchos nos hace un poco de ruido. Nos hace pensar qué somos como espectadores y consumidores de esto que las academias han denominado arte. Es cierto que no somos los culpables de la existencia de conglomerados mediáticos que hacen que una película extranjera, que viene a dejarnos poco a nuestra red cognitiva, tenga 528 salas, mientras que una nacional, que se hace a pulmón, tenga que mendigarle a los dueños de los cines (mismos dueños que las distribuidoras o en su defecto amigotes) espacio para llegar a veinte salas, y solamente en la primera semana. Tampoco Vin Diesel tiene la culpa de que el público de nuestro país no esté interesado en lo que se produce dentro de nuestras fronteras. Pero, ¿desde dónde apoyamos al cine nacional? ¿Desde una foto? ¿Un hashtag? ¿Ir a ver la de Darín o la de Francella?

Hagamos una cosa: sigamos debatiendo y haciéndonos preguntas que nunca están de más. Son cosa sana, y a la larga nos van a empezar a dar respuestas, aunque no estemos de acuerdo en cada cuestión. Y sí, si nos pinta, vayamos sin culpa a ver Rápido y Furioso 23, dentro de veinte años, con el sobrino islandés de Vin Diesel y el clon de Paul Walker con ojos marrones. Esto no se trata de un boicot a una película en particular; por el contrario, y por la positiva, se trata de entender que nuestros actos son a conciencia y tienen suma influencia en el mundo que nos rodea y las personas que tenemos alrededor, nada más ni nada menos. También el cine hizo mucho para enseñarnos esa lección.

Matias Zanetti firma

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